Evita es una presencia que convoca, conmueve y emociona. Quizá quienes nacimos y crecimos en casas peronistas descubrimos antes que otros que Evita es mucho más que el emblema de nuestra identidad política; es el símbolo de las causas justas, un mensaje de amor inacabable y un compromiso militante que no tiene fronteras ni límites temporales.
Cuando decimos que pasó a la inmortalidad traspasamos la liturgia partidaria. En verdad con ello estamos reflejando que Evita es una huella imposible de borrar de la conciencia de todo un pueblo. Su vida terrenal fue breve, intensa e incomparable. La inmensidad de su obra ilumina el camino de una lucha constante y permanente. En cierta forma se podría decir que fue una elegida, desde que logró hacer realidad su último sueño: entregar jirones de su vida y descubrir que mientras lo hacía estaba encendiendo un fuego sagrado. Desplegó sus alas y apresuró su vuelo a la eternidad sabiendo que millones recogerían su nombre y lo llevarían como bandera a la victoria.
Esa es Evita, el ejemplo de entrega sin egoísmo, la jefa espiritual de los descamisados de ayer y de hoy, la abanderada de los humildes que abraza y protege con amor visceral, la que nos enseñó que hacer el bien tiene que ver con la dignidad reconociendo que donde hay una necesidad hay un derecho. La mujer que venció a los profetas del odio sepultándolos en el olvido. En su grandeza renuncia a los honores, no a la lucha.
Estas convicciones nacieron con esa mujer maravillosa hace 92 años, y hoy siguen siendo el motor de una juventud militante que enarbola con orgullo y con pasión el PROYECTO NACIONAL en las vísperas de otro octubre glorioso.
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